NO QUIERO RESISTIR
Resistir, para la población refugiada de Palestina, es eso que sucede mientras tratan de vivir una vida normal.
Mientras esperan una solución que no llega, sucede la angustia, la alegría, aparecen la ilusión y la rabia, las aspiraciones frustradas, proyectos y planes, se cuela la desesperanza. Sucede todo lo que sucede en la vida de cualquier persona en cualquier país, con la diferencia de que la suya es una existencia ocupada, bloqueada, en espera.
Y en resistencia. Resisten a una ocupación que dura ya más de 50 años y que solo les devuelve violencia y una negación flagrante -constante- de sus derechos. Resisten ante la imposibilidad de soñar con construir una casa que no vaya a ser demolida, a no poder reunirse con sus familias bajo el mismo techo o a tener que cruzarse con las armas en los puestos de control de camino al colegio. Resisten a un bloqueo que es cárcel sin juicio, condena sin delito: encierro.
Pero si hubo violencia y uno de los primeros disparos lanzó una bala que atravesó la pierna de Mohamed. Todo se volvió borroso.
La Gran Marcha del Retorno comenzó el 30 de marzo de 2018. Decenas de miles de hombres, mujeres y niños palestinos, la gran mayoría manifestantes pacíficos, tomaron la valla que separa Gaza de Israel, en protesta popular, para exigir el fin del bloqueo israelí y el derecho al retorno de los refugiados.
Las protestas, que se han mantenido en el tiempo, han arrojado cifras terribles entre la población palestina: 230 muertos y 36.135 heridos.
Cuando recuperó la consciencia, Mohamed estaba en el hospital. Él fue el primer herido y el primero, de muchos, en perder una de sus piernas como consecuencia de la violenta represión contra los manifestantes.
El elevado número de pacientes tratados por heridas de bala durante los meses más intensos de las protestas, colapsó el sistema de salud de Gaza. Sin el permiso israelí para salir de la Franja, muchos jóvenes no pudieron recibir el tratamiento de urgencia que necesitaban. Ocurre demasiado a menudo: Israel niega el permiso para recibir tratamiento fuera de Gaza a 1 de cada 3 pacientes. Muchas veces no es un “no”, es simplemente una respuesta que nunca llega, es un aplazamiento de la respuesta, mientras la enfermedad avanza y, en el peor de los casos, acaba con la vida de las personas enfermas.
A Mohamed, las autoridades israelíes le denegaron el permiso hasta cuatro veces. Sin contar con los medios necesarios, el equipo médico en Gaza no pudo hacer nada más.
La educación para las familias refugiadas de Palestina es esa caja fuerte donde depositan la esperanza de muchas cosas:
una salida, un futuro, una existencia diferente para sus hijos e hijas.
Hoy, medio millón de niños y niñas palestinas acuden a las más de 700 escuelas que UNRWA tiene distribuídas en Gaza,
Cisjordania, Jerusalén Este, Jordania, Líbano y Siria. En 1962 estas escuelas se convirtieron en las primeras de todo Oriente
Medio en alcanzar la paridad de género: la mitad de los estudiantes son niños y la otra mitad niñas. Hoy, además, en torno
al 73% de los jóvenes que acceden a las becas universitarias, que la agencia ofrece desde 1955, son mujeres.
A pesar de que el nivel educativo que imparten desde las aulas está considerado como el más elevado de la región, la falta
de financiación hace que cada año abrir las puertas se convierta en un nuevo reto.
No es fácil seguir y no es fácil llegar.
Con 12 años, cualquier niña o niño en Gaza ha sufrido ya las consecuencias de tres conflictos armados. 12 años, 3 guerras. En el de 2014, en el que Israel lanzó una de las ofensivas más destructivas sobre la Franja, muchas escuelas se convirtieron en hogar y refugio para cientos de familias palestinas.
Un refugio que, sin embargo, no pudo frenar la violencia de la metralla: en una de las escuelas de UNRWA que albergaba civiles, una bomba acabó de golpe con la vida de 17 personas. La ofensiva se prolongó durante 50 días: murieron 2.251 personas, incluidos 551 niños y niñas.
Las incursiones militares son frecuentes incluso cuando no hay declarada una ofensiva. Son frecuentes también los cortes de electricidad, a veces de hasta 20 horas al día, que obligan a hacer los deberes a la luz de una vela y a sentir congelados los cuerpos. El bloqueo que desde hace 13 años vive la población de Gaza es así: oscuro, frío, demoledor.
Y sin embargo, hay toda una generación de niñas, niños y jóvenes que desde Gaza observan la vida con un nivel de esperanza y energía difícil de igualar.
No es fácil vivir sin la capacidad para ver en un
lugar con una de las densidades de población más elevada del
mundo, donde es habitual escuchar el sonido de las bombas y
donde muchos edificios están a medio construir, o son
escombros, o son residuos. El bloqueo y las guerras generan
demasiados obstáculos.
Es la hora del recreo en el Centro de rehabilitación para niños y
niñas con discapacidad visual en Gaza y todos van de la mano
en el patio. Todos ríen, se apoyan los unos en los otros para
correr, para jugar, para ser niños y niñas.
La familia Nijim vive en su casa, a las afueras de la aldea de
Qatanna, desde 1967. Qatanna es una de las ocho aldeas
palestinas que comprenden el ‘enclave Biddu’, en el territorio
Palestino ocupado y está rodeado al norte, este y oeste por el
Muro. Miren donde miren: Muro.
Lo que no supieron, hasta más tarde, es que su casa se había
quedado del lado israelí, totalmente aislada del resto de la
aldea, y que salir de su hogar les convertía automáticamente en
extranjeros sin permiso.